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Creo que es la pregunta que más estamos escuchando los dos estos días, cuando apenas llevamos 10 días en España.

«¿Ey, qué tal la vuelta?» nos preguntan constantemente. «Menudo síndrome postvacional, ¿eh?» comentan algunos con cierta sorna. «¿Ha merecido la pena?» se aventuran otros.

Antes de responder, toca hablar de lo que te pasa por la cabeza antes de volver.

La pre-vuelta: qué piensas cuando sabes que te quedan un par de meses en la carretera

Un buen día notamos cómo el número de mensajes iba en aumento y muchos acababan con un “ya no os queda nada”.

Solíamos responder lo mismo: “unos dos meses, más de lo que has tenido de vacaciones en los dos últimos años, capull@“. Siempre de buen rollo, claro, pero para dejar claro que aunque estábamos cerca del final seguíamos inmersos en el estado mental viajero.

Pero tampoco nos engañábamos: aunque teníamos claro que 2 meses son unas vacaciones (muy) largas, había que asumir que el final se acercaba.

Cuando has adquirido una nueva rutina (porque en el fondo acaba siendo una rutina, tardas más en percibirlo porque hay muchos cambios, pero cuando llevas varios meses viajando puedes percibir los patrones) y tu vida está centrada en ella cuesta creer que antes hicieras algo distinto y que después… Vayas a hacer algo nuevo.

Levantarse con la luz del sol, bajar a desayunar, intentar que no te sobre-cocinen los huevos, pasear por la playa, ducharse y quitarse la arena, leer wikitravel para decidir qué hacer, mirar hoteles en booking para el día siguiente, escribir la review del último hotel, editar un vídeo, buscar un transporte para cambiar de ciudad… Los días se suceden y llega un momento en que parece imposible que unos meses atrás tuvieras una casa fija y no pensaras en recoger la mochila o pedir que te hicieran la laundry (que ya os decimos que si cobraran a euro el kilo en Madrid iba a poner lavadoras Rita).

¿Cómo será la vida después de esto?, me preguntaba. Como no era capaz de encontrar respuesta, le preguntaba a Tamara… Y, algo raro en ella, no sabía qué decirme.

También es cierto que, más o menos cuando quedaba un mes para volver, el cuerpo nos empezó a pedir un descanso: la rutina de hacer y deshacer mochila, buscar transporte, elegir hotel, y vuelta a empezar, cansa.

Comenzaba a pesar tanto movimiento. Ver series o películas por la noche en el portátil cada vez nos parecía menos cute y echábamos de menos un «hogar».

No ayudaba que la suerte se nos acabara (ver el cuadro: “una serie de catastróficas desdichas”): sentimos que era una señal y que había que regresar.

Una serie de catastróficas desdichas
Apenas habíamos tenido ningún inconveniente, pero en menos de dos meses se juntó todo esto: – En Indonesia descubrimos que mi flamante MacBook Air no arrancaba. Nos quedamos sin él durante todo el viaje. Drama, pero dijimos: «es la primera cosa que se nos rompe». – Pocas semanas después, nuestro Kindle fallecía tras 5 años de servicio. Era un gran consuelo poder leer mientras Tamara escribía o editaba vídeo… – Por error se borraron TODOS nuestros archivos de Dropbox. Se arregló poco después, pero nos llevamos un susto. – Ya en Filipinas perdí mis flamantes gafas conectadas «WeOn Glassess» haciendo Kayak. Alguien las tendrá en Boracay. – Tamara se pilló una laringitis. – En uno de nuestros últimos vuelos nos perdieron la «mochila buena». Con todas las cosas de Tamara, regalos y moneda y recuerdos de cada país visitado. Sabemos que ninguna cosa es grave, pero todo ocurrió en menos de dos meses y nos sentíamos gafados. Como nota optimista: mi MacBook Air volvió a funcionar en Madrid.
Así que para concluir: la pre-vuelta no fue complicada. La naturaleza del viaje largo suele tener un horizonte temporal limitado y, al menos nosotros, sentíamos la llamada del hogar.

Pero… ¿Qué sientes el último día de viaje?

Al principio nada. Nuestro último día transcurrió entre Jerusalén y Tel Aviv. Estuvimos tan ajetreados de un lado para otro (un par de reuniones con startups, cambio de ciudad, preparativos de vuelta a casa…) que no pudimos pensar demasiado.

Recuerdo que por la noche salimos a cenar, a “nuestro Mexicano de Tel Aviv”, paseamos por Florentin (el malasaña hebreo), compramos una botella de vino para nuestros anfitriones, tahini para llevar a casa… Tomamos el aire en la terraza y miramos con cariño el que sería nuestro último hogar en el extranjero.

Como se suele decir, una profunda sensación de irrealidad nos envolvía. Incluso cuando estábamos cogiendo el avión y sólo nos separaban unas horas de “casa”, no terminábamos de asumir que el viaje había llegado a su fin.

Vale, pero, ¿qué sientes a la vuelta?

No metáis prisa, copón.

Quizá en algún momento del vuelo experimentamos una mezcla de ilusión y temor. Ilusión porque apetecía ver a la familia y viejos amigos. Temor porque no sabes cómo reaccionarás a “tu nueva vieja vida”.

Pero al final llega el momento en que tienes que bajar del avión y ahí, sí que sí, sabes que “ha terminado”.

El reencuentro familiar es de lo más curioso: mi madre y su novio con pancarta incluida, padres de Tamara casi con lágrimas y hermana que no para de reír.

Puede que haya pasado un año sin que nos veamos, pero, queridos míos, estamos en 2016: hay WiFi hasta debajo de las piedras. Rara vez hemos pasado más de un día sin mandar o recibir un mensaje o unas cuantas fotos, y casi todas las semanas ha habido alguna llamada. En realidad, parece que nos despedimos ayer.

¿Qué sientes?

Por un lado te parece que llevas otro ritmo.

Más lento quizá, pero más centrado. Como que estás más tranquilo, más zen. Philip K. Dick contaba en “Tiempo de Marte” que el autismo es una alteración en la percepción del tiempo y, salvando las distancias, a veces tengo esa sensación: que se ha alterado mi percepción del tiempo.

Es como si tuvieras la mente más limpia, las cosas más claras y que percibieras el paso del tiempo de otra forma.

Por otro lado, da la sensación de que se espera demasiado de ti.

Te sientes incomprendido.
Parece que tienes que volver muy cambiado, contar muchas historias, explicar todo con detalles y hablar de las maravillas que has visto. Pero de tanto escribir durante el viaje, sientes de que ya lo has contado todo y que si alguien tuviera verdadero interés ya lo habría leído.

Y… Leñe, ¿para qué te voy a contar cómo es Vietnam si puedes buscarlo en Google?

Total, lo que no te voy a poder transmitir es lo que no se ve y no se lee, la sensación de cambio constante, de libertad, de descubrimiento, de aventura.

Puedes ver fotos de Halong Bay, pero no sabes a quién conocerás allí.

Puedes leer sobre China, pero no sabes que descubrirás un mercado hipster por azar en Shanghai ni que una francesa a la que conociste en noviembre te invitará a tomar vino para decirte adiós. O que tomarás un café con Luis Galán y le pondrás sal por error.

Lo que de verdad puedo contar de este viaje, lo que de verdad lo hace único, es lo que en apariencia es irrelevante.

Son las conversaciones apasionadas sobre el carácter chino, las cervezas en la calle con Teresa, las brochetas que descubrimos de casualidad, el día que nos perdimos en el metro en Kuala Lumpur, la recepcionista del A1 de Myanmar, ver The Witch en un chalet en Singapur mientras una familia china come noodles, beber demasiado vodka y admirar las estrellas de una noche mongola, hablar sobre cómo “se liga” en Indonesia con el fundador de Setipe (una especie de Tinder), charlar con Natsir sobre cómo las costumbres Tana Toraja son nocivas para su pueblo, hablar sobre los hijos del conductor de Tuk Tuk en Camboya, perderse en Malapascua con Marta por culpa de la falta de planificación urbanística, reírse de unas gothic lolithas en Kunming, escribir un post en el Transiberiano, ligar con la hermana desdentada de un chino, ver a viejos amigos, charlar bajo las estrellas, reencontrarse con Ullie en Vietnam, tras haberla conocido en Mongolia, hacer amigos en Taiwan y verlos de nuevo en Singapur, hablar sobre la guerrilla de Myanmar con un simpatizante, casi fusil en mano, emborracharnos con nuestras amigas taiwanesas, encontrarte en un bus a un compañero del ICEX que hace 8 años que no ves, quedar con Marta Cucala, con Carlos, pedir una tortilla de patata y que sea una mierda…

Ese ladrillo que acabo de escribir no le interesa a nadie.

Porque no tiene valor “general”.

Podemos hablar de lo maravillosos que son los templos de Angkor Wat, de lo bien que se come en Tailandia o del buceo en Perhentian, pero no del buceo nocturno en el que mi instructora me cogió la mano para que no me perdiera, del «See You Soon» de Chiang Mai o del restaurante perdido en mitad de Siem Reap que intenté dar de alta en TripAdvisor.

Nadie entenderá lo rica que estaba la pasta al pesto que preparaba en Bangkok (todo con latas), ni lo felices que éramos viendo House of Cards tirados en el sofá.

Los pequeños momentos lo son todo.

Pero nunca hablamos de ellos, porque son sólo nuestros.

A nadie le importan.

Todo el mundo quiere oír sobre los templos, los montañas, los desiertos, las playas, los volcanes.

Y un buen día te bajas en la estación de tren de Ávila para volver a casa.

Echas la vista atrás y parece que todo fue un sueño. Hace una semana estabas en Tel Aviv.

Hace 48 semanas aterrizabas en Mongolia con la mochila cargada sin saber muy bien dónde ir.

Entre medias parece que ha transcurrido una vida.

Vuelves a casa, por el mismo camino que recorrías hace 20 años (¡20!), cuando no sabías dónde quedaban la mitad de los países que fueron tu hogar hace unas pocas semanas.

Todo parece irreal, casi mentira.

Vuelves a pensar en Philip K. Dick y “Desafío Total”.

Intentas de nuevo responder a la pregunta: ¿cómo te sientes?

Y te das cuenta de que no sabes qué decir.

Estás cambiado, pero sigues siendo el mismo.
Te has relajado y en cierto modo desconectado, pero tampoco es eso exactamente.
Sientes que “por aquí” todo sigue igual, pero algo ha tenido que cambiar, aunque no lo veas.
Es como si te hubieran implantado recuerdos, si hubieras vivido varias vidas en una y de repente continuaras donde lo habías dejado.

Son muchas otras cosas.

Pero cada uno debe averiguarlas por sí mismo.

Imagen: Pixabay.

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